viernes, 16 de marzo de 2012

Sábado de la Tercera Semana de Cuaresma


PALABRA DEL DÍA

Lc 18,9-14

“En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era un fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

REFLEXIÓN

Otra vez, alguien que no ha comprendido nada y atribuye a sus acciones cultuales y a sus prestaciones litúrgicas una eficacia que no tienen en sí misma. Sin embargo, a primera vista, este fariseo parece buena gente, ayuna dos veces por semana y da el diezmo de su salario a los pobres. Hasta aquí, parece todo perfecto. Como muchos de los suyos, pone en práctica los consejos de piedad y virtud que le dicta su grupo. Entonces, ¿cuál es el reproche a los fariseos? El reproche es la seguridad que tienen. Hacen tantas cosas por Dios que acaban sin necesitarlo para nada. Dios ya no es más que un simple contable que únicamente sirve para constatar sus esfuerzos y sus méritos. Ya no es la fuente de la salvación.

            De hecho, está tan seguro de que todo lo ha hecho bien, que presenta sus buenas obras, no por sus méritos propios, sino por el aparente demérito del otro: “¡Oh Dios! Te doy gracias, porque yo no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano…”

            Por su parte, el publicano tiene un verdadero sentido de Dios. Cree en Dios y conoce su propia miseria. Por eso se mantiene a la puerta del templo y clama su angustia. Como todos los pobres… Sólo cuenta con Dios, pues no tiene nada más para defenderse.  Dios le justifica. “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.

ENTRA Y ORA EN TU INTERIOR

Dos hombres entraron en la iglesia a orar. Uno era íntegro, el otro se mantenía a distancia de la gente, sin hacer elogios de su falta, sufriendo por el hecho de que los hombres le señalaran con  el dedo. ¿Sabía este hombre que Dios ha venido a su encuentro para expresarle su ternura? Pues el privilegio de los publicanos es que sólo ellos saben hasta qué punto puede Dios ser misericordioso. Ahí está el peligro. Al fariseo le han  enseñado a evitar el pecado, a multiplicar los sacrificios y las buenas obras, a practicar la regla. Y lo hace tan bien que incluso se enorgullece de ello; está en regla con Dios. El publicano se da cuenta de su indignidad y pide perdón por ella. ¿Quién de nosotros, al comulgar, piensa en serio que es indigno? “Señor, no soy digno…”. Esto no quiere decir que haya que esperar a ser digno; nunca se es digno del todo; pero Dios quiere darse a nuestra indignidad. Es preciso que nuestras manos tendidas hacia él sean unas manos vacías. Piedad de mí, Señor, por tu amor, pues no soy más que lo que soy: poca cosa. Pero tú eres perdón y ternura, misericordia para quien se abandona a ti.








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