lunes, 20 de febrero de 2012


PALABRA DEL DÍA

Lc 5,27-32

En aquel tiempo, Jesús vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Los fariseos y los escribas dijeron a sus discípulos, criticándolo: “¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?”. Jesús les explicó: “No necesitan médicos los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan”.

REFLEXIÓN

                Muy de acuerdo con el pensamiento profético, Jesús desconfía de una religión que coloca el acento en el culto.

                Porque un culto vacío no sirve de nada. Jesús coloca el acento en la misericordia, interpretada como una señal de acogida para los pecadores. Con su lenguaje, casi permanentemente paradójico, Jesús elige a los pecadores y rechaza a los justos, como si se empeñara en escandalizar nuestra sensibilidad.

                Aunque el concepto de justo para nosotros no es el mismo que el de Jesús.

                Nos llama la atención en primer lugar que son los pecadores los privilegiados en el Reino de Dios. Es Leví, un pecador público, vendido al poder extranjero y extorsionador de su propio pueblo, quien es llamado para formar parte del grupo apostólico. Y son pecadores los que se sientan a la mesa con Jesús.

                Pero estos pecadores no se trata de personas que han cometido tal o cual pecado, sino de personas que viven al margen de las prácticas religiosas reconocidas    por

los escribas y fariseos, son los que desafían a la institución religiosa, mereciendo, por lo tanto, su condenación.

                Esta situación los predispone a revisar su vida con más libertad, viéndose a sí mismos en cuanto personas y no como meros miembros de una institución religiosa.

                Si no nos reconocemos como pecadores, podremos pertenecer a una institución religiosa, pero no al reino anunciado por Jesús.

                Declararnos pecadores ante Dios es, simplemente, presentarnos ante él tal cual somos. Aunque pertenezcamos formalmente a la Iglesia por el bautismo, no consideremos ese lazo jurídico como un salvavidas o un certificado de buena conducta.

                Jesús no sólo llama a los pecadores a su mesa, sino que deja a un lado a los justos. Llama irónicamente justos a los que cumplían estrictamente los mandatos de la institución religiosa, creyendo, por eso mismo, que su salvación estaba asegurada y que Dios debía sentirse obligado a compensar sus buenos servicios.

                Jesús, en el llamado que hace a Leví, el futuro apóstol Mateo, manifiesta, una vez más, la coherencia de ese Dios fiel a sí mismo y al hombre. En la alianza definitiva de amor de Dios por el hombre, sellada en la sangre de Cristo en la cruz y todavía más en su resurrección quedó de manifiesto la decisión irrevocablemente amorosa del Padre por salvar al hombre, esto explica la afirmación de Jesús: No he venido a salvar a los justos sino a los pecadores.

                Todos quedamos incluidos en esta categoría de pecadores, puesto que ninguno de nosotros podemos alcanzar la salvación por méritos propios. Así que todos somos llamados como Leví a seguir a Jesús, es decir a convertirnos  en discípulos para aprender a vivir como hijos de Dios.

                Esto es lo que nos hace darnos cuenta que el culto, el ayuno, la misericordia que Dios quiere es otra cosa.

                En este aprendizaje de discípulos, tiene mucho que ver el trato permanente de Dios que nos permite el conocimiento que él quiere que tengamos de él. Este conocimiento no es meramente conceptual, no se trata de saber mucho sobre Dios, sino de vivir a Dios en la persona de su Hijo Jesucristo, con su mismo sentir y su mismo pensar.

                Cuando llegamos a un conocimiento auténtico de Dios es cuando empezamos a pensar como él piensa, a sentir como él siente, a hablar como él habla, a amar como él ama.

ENTRA EN TU INTERIOR

                “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. Frase que los Fariseos, enfermos terminales de orgullo, autosuficiencia y desprecio de los demás, no debieron entender como dicha también para ellos. En todo caso, las afirmaciones de Jesús sobre la preferencia por los pecadores y marginados de la salvación, como en la parábola de la oveja perdida, no excluyen la atención y el amor a los demás, a todo el que con sinceridad de corazón busca y sigue a Dios, si bien entre cansancio y esperanzas, como hombres y mujeres débiles que son y somos todos.

                Jesús provocó intencionadamente el escándalo de los puritanos tomando partido por “las ovejas perdidas de la casa de Israel”, para dejar patente la misericordia de Dios, que incita a la conversión, acoge y perdona al pecador, es decir, a todos los hombres, a todos nosotros.

                En la última cena, Jesús lavará los pies de los pecadores. Enviado por Dios, sabe muy bien que el mal no cicatriza al instante,  y que los discípulos le negaron apenas terminada la cena. Pero también sabe muy bien que la salvación del hombre está en el amor. Y el amor sólo existe si se comparte la condición del otro, hasta darle una confianza sin medida. Y precisamente esto es lo que los judíos nunca podrán comprender. Jamás aceptarán comer con los pecadores… entonces, ¿para qué van a la mesa del Señor?

ORA EN TU INTERIOR

                Tú que sigues viniendo a llamar a los pecadores, líbranos de nuestra suficiencia, abre nuestros ojos al mal que nos roe.

                ¡Señor, ten piedad!.




                Tú pones la mesa del perdón y nosotros nos obstinamos en justificar nuestra conducta.

                ¡Señor ten piedad!

                Mira, somos publicanos y pecadores, pero tu amor nos ha seducido. Queremos vivir contigo.

                ¡Señor ten piedad!

                Dios santo, amor que no falla, mira nuestro egoísmo y nuestra pereza: ¡perdónanos y danos tu espíritu! Dios perfecto, misericordia infinita, mira nuestras divisiones y rencores: ¡sosiéganos y danos tu espíritu!

Dios vivo, Palabra de fuego en el corazón del hombre, mira nuestra oración que te implora: ¡santifícanos y danos tu espíritu!

ORACIÓN FINAL

                Dios de misericordia, gracias por tu cariño abrumador. Te bendecimos, Señor, porque en la vocación de Mateo diste pruebas de creer en el hombre, a pesar todo. Nosotros encasillamos fácilmente a los demás, pero tú brindas siempre una oportunidad de conversión.

                En este día tú me llamas también a mí personalmente. Quiero mejorar en esta cuaresma, quiero soltar lastre para seguirte con absoluta disponibilidad y alegría. Ábreme, Señor, los ojos para no excusar mi conducta y enséñame el camino para que siga tu verdad lealmente. Amén.






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